Apuntes sobre estos apuntes
En la casa mexicana de Mari Carmen y Paco Ignacio Taibo I hay una mesa enorme y en torno a ella se reúnen veinticuatro comensales. Allí escuché una vez cierta frase que sirve de título a un libro de Taibo I: «Para parar las aguas del olvido». Cuando más tarde leí la obra, por una parte creció mi cariño y admiración por el escritor asturiano, y por otra, aprendí que es imposible evitar la despedida de ciertos textos, por más que uno los quiera y vea en ellos una parte fundamental de su intimidad.
Ahora me despido de estos apuntes, compañeros de un largo camino, que siempre estuvieron conmigo para recordarme mi casi ningún derecho a sentirme solo, deprimido, o con la bandera a media asta.
Fueron escritos en diferentes lugares y situaciones. Nunca supe cómo llamarles y todavía no lo sé.
Alguna vez, alguien me dijo que con seguridad jó debía de tener muchos textos del cajón, y como la aseveración me sorprendió le pedí que se explicara.
—Textos del cajón: esas anotaciones que se hacen sin saber por qué ni para qué —detalló.
No. No son textos del cajón porque ello supondría la existencia de un cajón que, normalmente, forma parte de un escritorio, y yo no tengo escritorio. Ni tengo ni quiero tener, pues escribo sobre un grueso tablón heredado de un viejo panadero hamburgueño.
Cierta tarde de skatt, un juego de naipes muy del norte de Alemania, el viejo panadero anunció a sus compañeros de partida que la artritis lo obligaba a tirar la toalla y a cerrar la panadería.
—¿Y qué vas a hacer ahora, viejo roñoso? —le preguntó uno de los amables jugadores.
—Considerando que ninguno de mis hijos quiere seguir en la profesión y que mis máquinas han sido declaradas obsoletas, pues mandarlo todo al infierno y obsequiar lo que todavía emane cariño —respondió el viejo Jan Keller, y a continuación nos invitó a una gran juerga en la panadería.
Ahí recibí el grueso tablón sobre el que amasó pan durante cincuenta años, y sobre él amaso mis historias. Amo este tablón que huele a levadura, a sésamo, a jengibre, al más noble de los oficios. Así que un escritorio, ¿para qué diablos iba yo a querer un escritorio?
Estos apuntes que no sé cómo llamar permanecieron en los rincones de alguna estantería, se cubrieron de polvo y, a veces, buscando antiguas fotos o documentos, volví a toparme con ellos, y confieso que los leí con una mezcla de ternura y orgullo, porque esas páginas garrapateadas o pésimamente mecanografiadas encerraban un intento de comprensión de dos temas capitales muy bien definidos por Julio Cortázar: la comprensión del sentido de la condición de hombre, y la comprensión del sentido de la condición de artista.
Es cierto que en ellos hay mucho de experiencia personal, pero nadie debe ver en eso una suerte de conjura contra el mal de Alzheimer, pues no está en mis planes escribir un libro de memorias.
Me despido entonces de estos apuntes, que en algunos casos abandonaron sus escondites para ser publicados en antologías, revistas y, últimamente, en una edición parcial en Italia.
Finalmente se ordenan en el volumen que usted, lectora, lector, tiene en las manos, gracias a los acertados y fraternos consejos de Beatriz de Moura. Lo he titulado Patagonia Express, como un homenaje a un ferrocarril que, aunque ya no existe, pues la poesía se declara poco rentable en nuestros días, continúa viajando en la memoria de los hombres y mujeres de la Patagonia.
Les invito a acompañarme en un viaje sin itinerario fijo, junto a todas esas personas estupendas que aparecen con sus nombres, y de las que tanto aprendí y sigo aprendiendo.
Lanzarote, Islas Canarias
Agosto de 1995